Prólogo
Rosario volvió a ponerse la mano sobre la frente para intentar que el sol no la cegara. Suspiró de nuevo. No llegaba. Un manojo de nervios anidaba en su estómago y decidió rezar de nuevo, pues no sabía de qué otra forma pasar el tiempo. Por eso y porque el miedo no era buen consejero y estaba metiéndole en la cabeza ideas que la mataban en vida. Su vecina, Victoria, ya no rezaba. Decía que ahí arriba no podía haber nadie; si había alguien y permitía las cosas que permitía, no merecía que ella le rezara, ni mucho menos lo idolatrara. Algunas veces Rosario pensaba como ella, pero otras la fe la ayudaba a levantarse y a pasar a través de la angustia. La ayudaba, la calmaba, así que no pensaba dejar de rezar. No todavía. Pero entendía a Victoria, porque estaba viviendo lo que para ella era una pesadilla recurrente: su marido no volvió.
Pero Antonio volvería. Su Antonio tenía que volver porque lo había prometido y bien sabía Dios que ese hombre no era perfecto. Había revolucionado el pueblo en sus años mozos junto a sus hermanos, consiguiendo que los chicos de las Dunas fueran famosos, pero, aun así, aun con todos sus defectos, nunca había roto una promesa y no iba a empezar aquel día.
—Rosarillo, vete a casa —le dijo Paco, un amigo y compañero de faena—. Ya verás cómo llega en nada.
—No, no, yo me quedo aquí hasta que vuelva.
—¿Y las chiquillas? ¿No cenan?
Rosario miró a sus hijas correr por la arena. Tres niñas. Cuando nació la tercera, le dijo a Antonio que no quería más y él, en vez de mostrarse decepcionado, sonrió y dijo que mejor, porque con suerte ninguna de las tres querría echarse a la mar.
Se tragó un suspiro tembloroso.
No quería pensarlo, intentaba no hacerlo, pero la idea de que Antonio no volviera cruzó por su cabeza. ¿Y qué iba a pasar entonces? ¿Qué pasaría con aquellas niñas? Que no era por hambre, ya se encargaría ella de que no faltara un plato en la mesa, pero necesitaban a su padre.
—¿Y cómo explico yo esto si no vuelve mi Antonio, Paco? ¿Qué les digo?
La voz le falló, pero su amigo y vecino le colocó las manos en los hombros y buscó su mirada.
—Vete a la casa, Rosario. Dale de comer a las crías y espera a Antonio. No te preocupes, que va a volver.
—Tú eso no lo sabes.
—Hombre, claro que lo sé. No hay marea caprichosa capaz de conseguir que ese hombre no vuelva a tu lado.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, las niñas protestaron de hambre y ella se dio la vuelta y deshizo los pasos por la arena sintiendo que, con cada uno que daba, el corazón le pesaba más.
Dio la cena a las niñas. Las acostó y se sentó en la butaca. Intentó tejer. Intentó rezar. Intentó cantar algunas coplillas para distraerse, pero lo único en que podía pensar era en que la noche había caído y Antonio no había vuelto.
Ya de madrugada, los golpes en la puerta hicieron que su corazón se apretara en un puño. Abrió como alma que lleva el diablo y se encontró a Paco mirándola con ternura.
—Ya vienen, Rosarillo. Vete con él.
Salió corriendo. No necesitaba que le dijera que se quedaba con las niñas, sabía que así era. Llegó a la orilla en lo que tarda un perro en ladrar al ver a un gato. La barquilla de Antonio estaba ya en la arena, dejándose arrastrar por los tres que habían salido ese día. Cuando la vio, sonrió como si no pasara nada, y Rosario lo quiso con la misma intensidad que lo odió. Se acercó a él, a sus brazos fuertes, sus ojos azules y su sonrisa descarada.
Antonio la alzó en brazos y rio en su oído, haciendo contraste con su llanto. Ella tembló entre sus brazos y sintió que volvía de la muerte a la vida solo con olerlo y tenerlo allí, con ella.
A menudo se maldecía por haberse enamorado de un pescador. Ella, que podía haberse casado bien, como decía su madre, se había ido a quedar con el más sinvergüenza de todos porque consiguió que se sintiera como nunca se había sentido antes. Y porque tenía los ojos más azules que había visto nunca y la sonrisa más grande jamás inventada.
—No me llores más, que te vas a quedar seca —dijo él risueño apretándole la cintura—. ¿Tú de verdad te crees que existe un mar capaz de hacer que no vuelva contigo?
—¡Claro que existe, Antonio! Lo que pasa que eres un maldito arrogante y te crees que puedes hasta con el mar. ¡Solo eres un hombre!
—Soy tu hombre, Rosarillo —dijo él bajándola y besándola con la misma intensidad de siempre, porque daba igual que viniera de la mar o de dar un paseo mañanero, Antonio la besaba como si se muriera de hambre y en sus labios encontrara el alimento—. Y no pienso faltarte hasta que te vea bien colocada, rodeada de nietos que se encarguen de hacer que no me eches de menos.
—Ay, Antonio, no digas tonterías.
Él volvió a besarla y cuando Rosario consiguió relajarse y olvidar a medias el mal rato, se volvió para mirar a sus compañeros.
—¡Niño! Ocúpate tú del resto, yo me voy con mi mujer.
Uno de los chicos que lo había acompañado asintió sonriendo y Rosario suspiró con pesar. Era solo un crío empezando a ser un hombre. No podía ni imaginar cómo estaría su madre. Cerró los ojos y rezó otra vez para que ninguna de sus hijas se enamorara de un pescador.
—¿Has estado hoy en la casa? —preguntó Antonio, refiriéndose a la casa que estaban construyendo poco a poco en el terreno que habían heredado.
—Sí, regué las macetas. Sigo pensando que es demasiado espacio para nosotros.
—Danos tiempo, corazón mío. Ya la llenaremos de gente.
—Ya tenemos tres niñas y no pienso tener más.
—No, este cuerpo ya es tuyo y un poquito mío. —Pasó un brazo por su cintura y besó su cuello—. Pero ellas… ellas llenarán la casa de vida, Rosarillo, ya verás.
—Son muy chicas.
—Ya crecerán.
—Se portan regular. Son unas rebeldes, como tú.
Su risa clara y potente se oyó en la playa entera y le erizó el vello. Adoraba ver a ese hombre en todas sus facetas, pero cuando reía… Cuando Antonio de las Dunas reía, ella se sentía invencible, aunque un rato antes se sintiera morir.
—Llevan la marca de la casa. Tú tampoco eres una santa. Buenos genes.
—Dan mucho trabajo —dijo haciéndose la enfurruñada, solo porque sabía lo que él disfrutaba haciéndole ver las partes buenas.
—Ya tendrán hijos que se lo hagan pagar. Cuando eso pase, nosotros nos sentaremos en nuestro porche, los veremos hacer de las suyas y nos reiremos recordando todo esto y dando consejos no pedidos.
Rosario no quería, de verdad que no quería reírse. El susto todavía le duraba, pero cuando le guiñó un ojo y vio sus ojos azules arrugarse al sonreír, cuando lo vio hablar de nietos igual de gamberros que sus madres y que él mismo cuando era joven, no pudo evitar reírse y pensar que sí, que tenía razón.
Si Dios quería, los Dunas seguirían haciendo temblar aquel rincón del mundo por muchos años más.
1
Tash
Ahogo las lágrimas e intento ver a través de la lluvia. Me subo la capucha de la chaqueta, más por aislarme que por el agua. Cierro los ojos, pero de inmediato los abro y me miro a los pies. Las olas golpean las rocas con fuerza y empiezo a preguntarme cómo de difícil sería dar un paso y dejar que el agua se lo llevara todo.
Respiro. Pienso racionalmente, o lo intento. El agua no va a llevarse nada, esto que siento no es como tener un poco de barro en los brazos. No basta con frotar con un poco de agua. Esto que me ahoga por dentro es más poderoso que el mar que ruge a mi alrededor.
—No merece la pena —dice una voz a mis espaldas, sobresaltándome tanto que pierdo el equilibrio por un segundo.
Sus brazos me sujetan con fuerza y me estrellan contra su cuerpo, girándome para poder sacarme de aquí y evitar que caiga. Recorremos las rocas de vuelta hacia el paseo de madera, donde la luz de una farola nos recibe con un destello. Las olas vuelven a rugir a lo lejos, como si protestaran por interferir en la escena que representan ahora mismo. Como si sobráramos en este caos absoluto. Intento tomar el control de mí misma, pero me está costando mantenerme en pie. Observo las letras blancas que resaltan en la solapa de la chaqueta que lleva quien me sujeta: «Trouble maker». Mis cejas se elevan un poco: apropiado para mi estado de ánimo. Sigo aprisionada por sus brazos, pero no me lo tomo a mal. Creo que estoy tan entumecida que agradezco que alguien me sujete. Elevo los ojos hacia un cuello robusto, un mentón cubierto por una barba de varios días, una boca mullida, aunque tensa en estos instantes, y un poco más arriba, unos ojos azules de un tono distinto a todos los que he visto antes. No es el color, es la sensación de que en ellos hay una tormenta más potente que la que se desata sobre nosotros en estos instantes.
—No iba a tirarme —digo, sin saber muy bien por qué.
Su mandíbula se tensa aún más, pero se las arregla para sonreír.
—Lo sé. El aire tiembla hoy.
No lo entiendo muy bien, pero algo me dice que solo intenta facilitarme las cosas. Doy un paso atrás y, aunque se resiste un poco, al final me suelta. Lo miro de nuevo, esta vez con la distancia ganada, y entonces lo reconozco.
—Te conozco. —Asiente, pero no habla—. Eres el chico del restaurante.
—Jorge de las Dunas —dice.
Recuerdo la escena en la que lo vi. En un restaurante, no lejos de aquí, me defendió de Nikolai en uno de sus días malos.
—Natasha… —murmuro. Cuando se queda en silencio, carraspeo y digo mi nombre completo—. Natasha Kórsakova, pero me llaman Tash.
—Encantado, Natasha.
El temblor se adueña de mi cuerpo y tengo un dolor de cabeza que amenaza con acabar con la poca tranquilidad que me queda, así que doy otro paso atrás, hago un esfuerzo por sonreír y alzo una mano.
—Igualmente. Nos vemos.
—¿Tienes a dónde ir? —pregunta de inmediato.
Abro la boca para decirle que sí. Claro que sí. Lo cierto es que tengo a donde ir. Tengo una suite no muy lejos de aquí. Inmensa, lujosa y llena de la desdicha más grande que nadie pueda imaginar. Mis ojos se vuelven a llenar de lágrimas y niego con la cabeza.
—Tengo, pero no… Creo que no puedo volver todavía.
Cualquier otra persona preguntaría qué ocurre. Intentaría consolarme. Se iría después de una despedida educada. La lluvia se está intensificando, la tormenta cada vez se acerca más. Él se está mojando tanto como yo, pero es como si ni siquiera lo notara.
—Ven conmigo.
Trago saliva. Es un desconocido. Que esté siquiera contemplando la posibilidad de ir con él es motivo suficiente para entender que hay algo mal en mí.
—No nos conocemos —susurro, pensando que ni siquiera me habrá oído con el viento y la lluvia.
Él saca su teléfono móvil, teclea algo en la pantalla y me lo enseña abierto por la página de Google.
—Es el número de la Policía y tengo el GPS activado. Llévalo en la mano y llama en cuanto creas que debes hacerlo.
Es una tontería, podría darme un golpe, volver a quitármelo y hacerme daño perfectamente, pero no estoy asustada.
—No voy a hacerte daño, Natasha —repite acercándose un paso.
No me alejo. Sonrío, de verdad que no estoy asustada de él. No es porque lo idealice o porque vea en su mirada que es buena persona, eso son tonterías. He aprendido durante toda mi vida que, a menudo, unos ojos nobles pueden hacer un daño irreparable. Decido ir con él, no porque confíe en su gesto amable, sino porque creo que me da igual cómo acabe este recorrido. Pensar eso sí me asusta, creo que empiezo a difuminar la línea que hace saltar todas las alarmas. Es como si ya no sonaran cuando me acerco. Como si hubiesen decidido hacer huelga de silencio y dejarme a mi suerte.
—Vale.
—Ten, cógelo —insiste hasta que cojo su teléfono.
Lo sostengo contra mi pecho y él me sujeta el brazo mientras me guía por el paseo del litoral hacia una casa cercana al restaurante en el que nos vimos por primera vez. Es pequeña, en comparación con todas las demás, pero tiene una enredadera preciosa en la fachada de entrada y, pese a su sencillez, se eleva orgullosa frente al mar. Creo que es la casa más digna del paseo y solo por eso ya me gusta.
Jorge entra en la casa y sale dos segundos después con las llaves de un coche. Caminamos hacia la parte trasera, donde hay uno aparcado, pero antes llama a la puerta en una casa de la segunda línea de playa. Cuando abre un hombre de mediana edad, me señala.
—Buenas noches, Miguel. Mira, ella es Natasha, una amiga. Voy a llevarla conmigo esta noche a casa de mi abuela.
—Buenas noches, Jorge. —Su vecino parece más desconcertado que otra cosa—. Que lo paséis bien.
—Gracias. —Sonríe ampliamente, se gira y tira de mi mano—. Vamos.
—¿A dónde vamos? ¿Y por qué has hecho eso?
—Vamos a casa de mi abuela, donde se está celebrando el cumpleaños de mi prima. Le he dicho eso a Miguel, mi vecino, porque si tuviera intención de secuestrarte y hacerte alguna barbaridad, ahora habría un testigo.
Lo miro con los ojos como platos. ¿Cómo ha llegado a esa conclusión? Él me insta a entrar en el coche y, cuando da la vuelta y se mete tras el volante, me mira y me sonríe.
—¿Lista para entrar en la vida de los Dunas?
—¿Dunas? —pregunto.
Él solo se ríe entre dientes, se muerde el labio inferior y arranca.
—Esto va a ser divertidísimo.
No tengo ni idea de qué habla, pero dejo que me lleve lejos de la playa y pienso que, en realidad, tampoco es que me importe mucho. Ha conseguido que deje de pensar en los motivos para venir aquí.
Si consigue que pueda respirar con normalidad durante una sola hora, habrá merecido la pena.
***
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Un besazo enorme, Cerecitas