Capítulo 30

by Cherry Chic

 

Despierto cuando el sol entra por la ventana, por fin. Desde que estoy aquí, me pasa que despierto tantas veces a lo largo de la noche que, en algún punto, solo quiero que se haga de día. He asumido que no voy a dormir bien aquí, a no ser que sea con calmantes, porque constantemente estoy recordando que estoy en un hospital, y no en casa. Soy consciente de todo lo que me duele, ya no a un nivel físico, sino psicológico. Pienso más a menudo de lo que me gustaría en las costillas rotas, en lo que me molesta respirar y en la rehabilitación.

Miro a mi lado, a Oliver, y entonces pienso, otra vez, en las ganas que tengo de volver a casa y dormir en su cama, abrazada a él. Y entonces imagino cuánto tiempo pasará antes de que pueda rodar por la cama, abrazarlo o, simplemente, subir sobre su cuerpo para hacer el amor en medio de la madrugada, adormilada y ardiente de deseo, buscándolo con naturalidad, y se me viene el mundo encima, porque intuyo que pasará bastante tiempo.

Justo cuando lo pienso, como si lo hubiera dicho en voz alta, sus ojos se abren. Y en el azul de su mirada no me pierdo, como suele decirse, sino todo lo contrario. En el azul de su mirada yo me encuentro cada día, aunque las cosas se tercien complicadas, a veces, y parezca que los planes se desmoronan como lo hacen los castillos de arena que construíamos de pequeños en la playa. Trago saliva, preguntándome hasta cuándo no podré tener la libertad de bajar de una cama, ir hacia él y pedirle que bailemos. No debería quejarme. Estoy aquí. Viva. Pero me quejo, porque esto que me ha pasado no es justo y creo que volveré a ese pensamiento más de lo que debería. Y, aun así, cuando sonríe siento que todo mejora. Todo. Es increíble lo que un corazón enamorado puede hacer con un pensamiento vicioso y tóxico.

—¿Estás bien? —pregunta con voz ronca mientras se levanta del sofá.

Está vestido con un pantalón de chándal y una camiseta negra. Está guapo, pero cansado, y un poco triste. Retengo un suspiro lastimero, porque no quiero lamentar la situación que está viviendo con mi padre, pero es que me duele demasiado que los dos hombres que más quiero en el mundo se ignoren, cuando han sido familia toda la vida, como quien dice. No recuerdo un solo momento de mi vida en el que estuviera Oliver y mi padre no lo tratara como a un sobrino más.

—¿Pequeña?

Su insistencia me trae de vuelta, dejando mis recuerdos para cuando tenga tiempo de lamentarme por todo lo que está en desorden en mi vida.

—Estoy bien —susurro—. Cansada. No duermo bien aquí.

—Ya queda menos. —Oliver comprueba mi temperatura y algunos parámetros más por inercia, y luego acaricia mi mentón—. ¿Cómo va la cara? ¿Duele?

—Molesta, pero tal y como tengo las costillas, eso es lo de menos.

Sonríe, comprensivo. Lo cierto es que solo me he visto una vez reflejada en la pantalla de mi teléfono. Me impactó tanto, que he preferido no verme de nuevo. ¿Para qué? Los moratones van a irse y yo ya tengo bastante con la carga psicológica. No necesito añadirme más. Me recreo en la suerte de poder ver ya por los dos ojos y me repito una y otra vez que todas estas heridas sanarán. Todas, incluso las que se han creado por dentro.

—¿Estás lista para otro día de visitas inevitables y de tiempo indefinido con tu infinita familia?

Me río. En el hospital ya son conocidos y, por mucho que las enfermeros entren y regañen a todos, acaban volviendo de uno en uno, como hormigas que hubieran encontrado una montaña de comida libre y disponible. Y es bonito, es precioso sentir el amor de los que quieres, sobre todo cuando llevas tiempo sin verlos.

Vivir en Los Ángeles, de momento, me ha servido para más que disfrutar del máster, de Oliver y de mi hermana. He aprendido el verdadero valor de un rato en familia. Me he arrepentido de todas las veces que, en medio de una barbacoa, he sacado mi móvil y he perdido horas buceando en él en vez de riendo a carcajadas por cualquier tontería que cuente alguien. De los abrazos que no di a tiempo y tanta falta me han hecho aquí, a kilómetros de distancia. De no sentarme con mi tío Álex y decirle “Entiendo que te sientas mal y te apoyo” en vez de reñirle una y otra vez por intentar saltarse los consejos médicos. He aprendido que lo importante estaba frente a mí y era una privilegiada por tener el corazón entero e intacto. Ahora lo tengo partido en dos y me temo que ya no volveré a sentirlo completo. Estando en Los Ángeles tengo a mi hermana y a Oliver, pero me falta la familia. Estando en Sin Mar, echaría de menos a Vic y Oliver hasta desgarrarme. He pasado a formar parte de esas personas que buscan lo mejor para sí mismas y sacrifican lo que más quieren: la familia. Me recuerdo que, aun así, soy privilegiada, y me obligo a pensar en los millones de personas que lo dejan todo y se marchan sin saber si volverán, si algún día restaurarán su vida lo suficiente como para poder hacer una visita a su familia y pagar un billete de avión que cuesta una fortuna. Y ayuda, por mal que suene, saber que no formo parte de esa estadística.

—Voy a echarlos de menos cuando se marchen —le digo a Oliver por toda respuesta.

Él me mira y lo entiende. Lo sé. Puede que no haya dicho más, pero él ya sabe todo lo que pienso y siento.

—Volveremos a verlos en la boda, en poco más de un mes.

—¿Crees que estaré completamente recuperada para entonces?

—Lo intentaremos. Aunque aún estés molesta en ciertos aspectos, lo más importante estará curado.

Acaricio sus dedos, que se han posado sobre los míos, y sonrío, apretándolos un poco.

—¿No hay beso de buenos días?

Su sonrisa se amplía tanto así, de golpe, que el corazón se me hincha. Dios, cómo quiero a este hombre. Oliver baja sus labios hacia los míos y, en cuanto los siento acariciarme, retengo un suspiro y las ganas de confesarle que me muero por hacer el amor con él, aunque me duela todo. No puedo, es evidente, pero eso no significa que no necesite sentirlo.

El modo en que él profundiza el beso un solo segundo para retirarse después me confirma que se siente igual. Se obliga a no ir más allá, ni siquiera en cuestión de besos, pero no se controla bien y eso es, precisamente, lo que me anima, porque me gusta pensar que, cuando se va a casa, él me echa en falta tanto como yo. Por gustar, admito que me encanta pensar en él en su cama y sintiendo que no es lo mismo desde que no estoy.

—Uno más —pido.

Él sonríe y me lo da, porque creo que Oliver me daría un puñado de estrellas en una cesta bonita si así lo pidiera. Desenlazo mi mano de la suya y la alzo buscando su mejilla y su nuca para acercarlo más a mí. Él sonríe, pero ahoga un gemido frustrado y profundiza el beso, aunque los dos sepamos que esto no irá a más hasta dentro de muchos días.

—Joder, estoy deseando llevarte a casa —susurra sobre mis labios.

Asiento por respuesta. Lo entiendo perfectamente, y estoy a punto de besarlo de nuevo cuando la puerta se abre, sobresaltándonos, sobre todo al ver que se trata de mi padre.

Es un jarro de agua fría en toda regla. Oliver se retira de la cama de inmediato, se gira y va hacia el sofá, donde se pone las zapatillas rápidamente y mete en su bolsa de deporte la sudadera que ha traído por si tenía frío. Ni siquiera mira a mi padre, lo que me hace sentir tan miserable como se puede sentir una mujer en mi situación. Mi padre, por su lado, sí que lo mira. Es una novedad, la verdad. Aun así, no dice nada, ni siquiera cuando Oliver se echa la bolsa al hombro.

—Te veo más tarde, voy a darme una ducha y prepararme para el turno.

Me guiña el ojo y se va sin mirar a mi padre, como si no lo hubiera abrazado infinidad de veces a lo largo de su vida. Como si no hubieran ido juntos a surfear o correr por el camping. Como si no fueran familia, independientemente de lo que él y yo tengamos. Y lo peor es que no puedo culparlo, a juzgar por cómo lo ha tratado mi padre frente a mí y por la discusión que tuvieron y de la que no tengo detalles, pero tampoco los necesito. Intento no guardar rencor a mi padre, pero se está haciendo complicado, lo admito.

—Hola, princesa.

Me obligo a sonreír y recordar que está nervioso, ha tenido que volar de urgencia desde España y está enfrentándose al hecho de que sus dos hijas se han enamorado de hombres que están muy, muy lejos de casa.

—Hola.

—¿Cómo has pasado la noche?

—Bien. Cada día mejor. ¿Dónde está el resto de la familia?

—Se han quedado en casa. Vendrán un poco más tarde y por turnos. Los he organizado yo mismo para que no tengan que reñirnos otra vez.

Sonrío y asiento. Cierro los ojos cuando besa mi frente y dejo que su olor se cuele en mis sentidos. Inventarán muchos perfumes a lo largo de la historia, pero ninguno tendrá el superpoder de mi padre, que me hace sentir en casa solo con olerlo.

—¿Cómo ha dormido Junior en el sofá?

Mis buenos pensamientos se evaporan y mi cuerpo se tensa automáticamente.

—Bien. Es un buen sofá y él es un gran profesional. Podrá hacer su trabajo.

Mi padre me mira sorprendido, pero es que no pienso tolerar que lo infravalore. No delante de mí.

—¿Tan mal lo he hecho? —pregunta de pronto, sorprendiéndome.

—¿Qué?

Niega con la cabeza y se sienta en un hueco a los pies de mi cama.

—Con Oliver y contigo. Me pregunto cómo de mal lo he hecho para que saltes así simplemente al preguntarte si ha dormido bien.

Pienso durante unos instantes si debería ser sincera o no, pero lo cierto es que me lleva poco decidirme. Si vamos a tener una conversación al respecto, no será con medias verdades.

—No van a darte un premio por ser el mejor suegro del mundo, si te refieres a eso.

Sonríe, pero es una sonrisa tan avergonzada que me siento mal, aunque me obligue a mantener el tipo.

—Podría decirte que, para un padre, es muy difícil asimilar que su niña crece y hace su vida. Y, por si te lo preguntas, será igual de complicado cuando Mérida o Edu echen a volar. No quiero parecer un machista o…

—Lo has parecido, sí. —Me mira sorprendido, pero no me echo atrás—. No lo eres, lo sé, pero te has comportado de un modo paternalista y condescendiente conmigo. Eres mi padre y, como padre, has sido el mejor del mundo, pero no eres mi dueño ni puedes manejarnos a tu antojo. No funciona así.

—Lo sé. —Se frota los ojos, visiblemente cansado—. En realidad, no tienes que ponerte a la defensiva, ¿sabes? Vengo a pedir perdón. —Eso sí que me deja con la boca abierta, literalmente, lo que hace que sonría—. ¿Tan raro es?

—Hombre… sí. No voy a mentirte. Llevas meses dando la lata con Adam y, ahora, con Oliver. Aunque déjame decirte que, no sé si es porque lo de Oliver me afecta directamente, pero creo que te has pasado bastante más con él.

—Ya… Dije cosas muy feas en nuestra discusión.

—Eso no lo sé. —Esta vez el sorprendido es él—. Oliver se niega a hablar. No quiere delatarte ni dejarte mal, pero eso no impide que yo sospeche lo que pasó, y no te digo que él sea un santo o no haya hecho algo por lo que deba disculparse, pero algo me dice que tú te portaste bastante peor.

—Chica lista, ¿eh?

—Intuitiva.

Mi padre se levanta, camina por la habitación y se toma un par de eternos minutos pensando antes de hablar. Cuando lo hace, me deja anonadada.

—Le dije que no te merece. Que no es suficiente para ti.

El dolor se expande por mi pecho de un modo que no esperaba. Arde y lo recorre todo, como si fuera lava derritiendo mis terminaciones nerviosas.

—¿Cómo pudiste? —pregunto en un jadeo.

—No lo pienso de verdad. —Chasquea la lengua, frustrado—. Creo que nunca lo he pensado realmente, pero estaba enfadado y…

—No es excusa —digo con voz temblorosa—. No es excusa para tratarlo así. Es el hombre que quiero, papá. ¡Y lo conoces desde que tenía seis años!

Se muestra avergonzado y me odio por sentir lástima por él, después de lo que acaba de confesar, pero lo cierto es que la siento, porque sé, o quiero pensar, al menos, que él no es así y algún tipo de locura transitoria lo llevó a decir algo tan grave.

—Créeme, cielo, soy muy consciente del modo en que he fallado a ese hombre, a ti y a toda nuestra familia.

—Es que no lo comprendo —le digo con la voz un poco rota y odiándome por ello—. No comprendo por qué lo odias tanto.

—No lo odio, Emily. Dios, no podría odiarlo. Tú misma lo has dicho: es de mi familia.

—¿Entonces?

Su voz sale grave, enronquecida y con un punto de dolor que me desangra emocionalmente.

—Pensaba que te perdía. Me volví loco. Estabas aquí, en una cama de hospital, con una paliza en el cuerpo, y cuando todavía no me había hecho a la idea de que tu hermana vivirá aquí para siempre y no cerca de mí, me entero de que tú también te has enamorado de un Lendbeck y, por lo tanto, te alejas de Sin Mar para siempre. —Suspira tan hondamente que sé que, cada palabra que dice, le supone un mundo—. No es justo para vosotras, ya lo sé, pero pensar que no iba a teneros cerca… Es muy duro, Emily. Me he pasado la vida trabajando por y para vosotros. He soñado muchas veces con veros formar una familia, pero nunca lejos de mí. Siempre estabais en Sin Mar, no sé por qué. Os imaginaba comprando una casa, o quizá un terreno entre tus hermanos y tú y viviendo juntos, como hacemos nosotros con Álex y Amelia. Me imaginaba teniendo nietos a los que poder ver cada día, y resulta que la realidad es que, si tu hermana o tú tenéis hijos, voy a poder verlos un puñado de veces al año. Es duro de asimilar, hija, y no quiero jugar la carta de “Cuando seas madre lo entenderás”, pero de verdad pienso que es así.

Sus palabras me hacen pensar. Puedo entender ese tipo de dolor, pero, aun así…

—No es justo para Oliver.

—No, no lo es. Ni para Adam, ya que estamos. Y, aun así, lo hice, porque soy humano y estoy muy lejos de ser perfecto. No me estoy excusando ni buscando motivos para justificar mi comportamiento. Te estoy explicando las razones que me llevaron a portarme así, pero eso no significa que sean razones válidas. Por fin empiezo a entenderlo.

—Papá…

—Acepto a Oliver. Lo hago porque es un hombre bueno, honesto y trabajador, pero, sobre todo, porque sé que te quiere, y eso es lo que más me importa. Quiero que tengas a tu lado a alguien que te quiera tanto como para que te levantes cada día pensando que eres la mujer más afortunada del mundo, porque así es como me he sentido yo desde que conocí a tu madre, incluso en las malas épocas, que las ha habido. Me he levantado cada mañana, he mirado a mi lado y he sabido que estaba justo dónde debía, y… joder, es una sensación muy bonita.

Me emociono, como siempre que oigo a mis padres hablar de su relación con esa devoción, aunque no nieguen los problemas, que los ha habido, como en cualquier matrimonio. Es lo que siempre he querido para mí. Alguien que permaneciera a mi lado en las buenas, pero sobre todo en las malas. Alguien que me mirara siempre como mi padre mira a mi madre y viceversa.

A Oliver. Ahora lo sé, lo tengo más claro que nunca, y que mi padre me esté diciendo esto, además, aligera el dolor que he sentido durante días en alguna parte del pecho, cerca del corazón.

—Quiero a Oliver —susurro—. Lo quiero muchísimo, y no sé si es el hombre de mi vida, pero quiero creer que sí. Papá, él… —La voz se me rompe, pero me obligo a seguir—. Él me hace muy feliz.

—Lo sé, cariño —dice con voz ronca—. Y si tu felicidad está aquí, con él, entonces me acostumbraré a la idea de que no volverás a España y tendré que viajar con más frecuencia.

—Yo no he dicho que no vaya a volver —respondo—. El máster acaba en un año y…

—Emily —me corta él. Lo miro y me sonríe con tal dulzura que se me atragantan las emociones—. No me mientas, y no te mientas. Los dos sabemos que ya tienes muy claro dónde está tu futuro. ¿O no?

Guardo silencio, pero lo cierto es que tiene parte de razón y una vocecita en mi cabeza ya venía sugiriendo hace tiempo que mi sitio está aquí, al lado de Oliver y buscando mi propio futuro laboral. Aun así, soy demasiado cobarde para decirlo en voz alta.

—Papá…

—Está bien, cariño —dice él con suavidad—. No tienes que decírmelo a mí. Basta con que sepas que, decidas lo que decidas, estoy aquí, contigo, apoyándote.

—¿Y qué pasa con Oliver? —pregunto emocionada.

—Con él tengo una charla pendiente.

—¿Vas a aceptarlo como parte de la familia?

Mi padre sonríe, suspira hondamente y palmea mi pierna con suavidad.

—Siempre lo ha sido, mi vida. Aun cuando las cosas iban mal, incluso si no quiere ni mirarme a la cara, sigue siendo parte de mi familia. Ahora solo cambia el hecho de que, además, será el padre de mis nietos.

—A lo mejor no tenemos hijos.

—Emily, deja de darme disgustos. Dosifica las malas noticias, hija, te lo pido por favor.

Suelto una carcajada que estalla en mi pecho mientras él suspira, entre divertido y cansado, y yo pienso que, pese a todos sus errores, que los tiene, como cualquier ser humano, Diego Corleone es el mejor padre del mundo.

 

**

¡Os espero en Insta! 🙂