Capítulo 29

by Cherry Chic

Diego

 

 

Entramos en casa de Oliver y Daniela y me voy derecho a la habitación. Llevamos cinco días aquí y ahora mismo no tengo ganas de socializar con nadie. Además, la mayoría ya está descansando. Justo lo que tendríamos que estar haciendo nosotros, ¡pero en el hospital!

—Voy a darme una ducha —le digo a Julieta.

Ella no me responde, lo que me da una idea del cabreo que tiene. Me da igual. No debería haber hecho lo que ha hecho y los dos lo sabemos. Me ducho intentando mantener a raya la parte de mí que está deseando tener la discusión del siglo. Me concentro en relajarme. Tengo que relajarme, porque ponerme de mala hostia no soluciona nada, pero es que no puedo evitar pensar que ahora mismo nuestra hija está sola en el hospital y, cuando salgo del baño, creo que todavía se refleja en mi cara mi estado de ánimo.

—Está con Junior, poli, tienes que calmarte.

—Estoy calmado —miento.

—Ajá, sí, se te nota. —Me meto en la cama, listo para dormir, pero mi mujer tiene otros planes—. Junior tiene el mismo derecho que nosotros a pasar alguna noche con ella. Después de todo, es su novio.

No respondo, pero la conversación mantenida con Junior acude a mi cabeza rápida y veloz, recordándome palabra por palabra todo lo que dije, y todo lo que dijo él. Julieta, por otro lado, se sube en la cama, se sienta con la espalda apoyada en el cabecero y abre el frasco de crema hidratante que usa cada noche desde hace más de diez años para manos y brazos antes de dormir. Me encanta ese olor, no por la crema en sí, sino por lo relacionado que lo tengo a ella. Estoy seguro de que podría olerlo en medio de la montaña, cerrar los ojos y volver a una cama cualquiera, pero con ella a mi lado. Suspiro, adoro a esta mujer, pero eso no quita que siga cabreado con ella.

—¿Cuándo vas a contarme lo ocurrido con él?

—¿Con quién?

Esta vez es ella la que guarda silencio unos instantes. Malo. Eso, en Julieta, siempre es malo. Cuando habla, lo hace sorprendiéndome, pero después de tantos años no me extraña. He aprendido que mi vida no sería vida sin ella sorprendiéndome a diario con algo.

—¿Recuerdas el primer novio de Emily? —Se ríe, pero yo no puedo evitar protestar con una especie de gruñido—. Ese chaval estaba tan asustado el primer día que vino a recogerla a casa que temblaba como una hoja al viento. La recogió para ir al cine, apenas eran unos adolescentes, pero al marcharse me miraste muy serio y me dijiste: ningún crío de medio pelo que esté a punto de mearse encima solo por saludarme se merece a mi hija.

Me giro, porque hasta ahora he estado de costado, mirando hacia el lado contrario. Me siento en la cama, a su lado, la miro y, joder, qué bonita es. Da igual el tiempo que pasa, hay una locura en mi mujer que hace que su belleza resulte cautivadora. Soy adicto a ella y espero serlo hasta el último de mis días, porque espero de corazón irme de este mundo dentro de muchos años, pero antes que ella. No estoy listo para un mundo sin Julieta León. No podría soportarlo.

—Y, aun así, se atrevió a dejarla. Tenía razón yo, no la merecía.

—Eso da igual. Te tenía pánico.

—Porque los dos sabíamos que era poca cosa para ella.

—Todos son poca cosa para tus hijas.

—No, Adam está a la altura. —Julieta me mira sorprendida—. Lo que no quiere decir que me olvide del hecho de que me ha robado a mi hija.

Pone los ojos en blanco y bufa.

—Mira, poli, te quiero y por eso voy a decirte todo esto: eso de que Adam te ha robado a tu hija tenía cierta gracia al principio, lo reconozco, pero dejó de tenerla hace mucho.

—Bien, porque no es un chiste.

—Es imposible que de verdad pienses así.

—¡Es mi niña!

—Es una mujer adulta que toma sus propias decisiones. Va a casarse con él.

—Bueno, pues que se case, pero sigue siendo mi niña.

—¿Sabes qué? No voy a seguir por ahí, porque no es de Victoria de quien quiero hablar, sino de Emily.

—No hay nada que hablar de Emily.

—¿Qué le has dicho a Junior?

—La verdad.

—¿Y qué te ha dicho él?

—Ni siquiera lo recuerdo.

Mentira. Recuerdo cada palabra de nuestra discusión. Sería imposible olvidarlo. Conozco a ese hombre desde que no levantaba un palmo del suelo. Tenía seis años y acogió a Óscar en su círculo de amigos con naturalidad y cariño, algo que no había hecho mucha gente en su cole. Recordaré ese verano toda mi vida, porque fue el verano que me casé con Julieta. Era un niño rubio, de ojos azules y vivos, responsable y un poco serio, al lado de sus hermanos y primos casi parecía un hombrecito encerrado en un cuerpo de niño. Recuerdo que me quedé de piedra cuando conocí a Oliver y Daniela, porque no se parecía mucho a ellos. Ni físicamente, ni en personalidad. Más tarde, con el tiempo, descubriría que, en realidad, Junior tiene una personalidad parecida a la de su padre, Oliver, aunque al principio los tatuajes me impidieran verlo. He presenciado todos los momentos importantes de su vida; al menos los familiares. He jugado con él en un fuerte de sábanas construido por mí y he celebrado cada logro suyo, empezando por su decisión de hacerse médico. Ni siquiera recuerdo el montón de veces que le he dicho que estaba orgulloso de él. Ni una sola vez le había hablado como lo hice el otro día. Ni una sola vez él me había hablado de ese modo, tampoco.

—Me tienes hasta los ovarios. —Salgo de mis pensamientos y miro a Julieta, que me mira impaciente—. Tu hija está sufriendo, Diego.

—Claro que está sufriendo, pequeña. Le han dado una paliza.

—Está sufriendo por algo más que la paliza. Es el hombre que ha elegido y tienes que aceptarlo. —Guardo silencio, lo que la exaspera—. ¡Tienes que darle a tu hija el crédito que merece! Es una mujer adulta y responsable.

—No ves las cosas ¿no? —pregunto—. Julieta, si ella sigue con Junior, olvídate de volver a tenerla en casa.

—No es decisión nuestra, poli. No podemos obligarla a volver, si no quiere.

—Tener una relación con Junior es una idea pésima.

—¿Por qué?

—¡Porque sí, joder! Porque es como si… como si él nos hubiera mentido un montón de años. Lo vi venir con Vic y Adam, porque ella estuvo enganchada a él desde siempre, pero ¿Emily y Junior? No, eso no lo vi nunca.

—A lo mejor no estabas mirando donde debías.

La observo con la boca abierta.

—¿Tú lo sabías?

Se encoge de hombros.

—No lo tenía clarísimo, pero sí vi el modo en que Junior la miraba a veces. Creo que ni siquiera era muy consciente, pero era evidente que le atraía nuestra hija.

—¿Evidente para quién? ¡Para mí no!

—Tienes que calmarte —dice con cansancio.

—Estoy calmado.

—¡No son nuestras, Diego! —La miro, alucinando por su estallido, pero no se detiene—. ¿Te crees que no es duro para mí? Las tuve dentro, las crie con esfuerzo y, de pronto, casi sin darme cuenta, crecieron y eligieron seguir su propio camino. También lo fue cuando Marco dio el paso de salir de nuestra casa. Y lo será cuando Mérida y Edu decidan marcharse, pero es ley de vida. Los hijos son prestados, poli. Los criamos, educamos y disfrutamos tanto como pudimos; les pusimos alas y ahora son ellos los que deciden hacia dónde volar y dirigir sus propias vidas, como hicimos nosotros hace años. Emily no es de tu propiedad y no puedes decidir lo que le conviene y lo que no porque ya no tiene cinco años.

Salgo de la cama, negado a atender a razones, por mucho que sus palabras me estén arañando con intensidad para calar en mí.

—Voy a por una infusión.

—¡Estamos hablando!

—¡No tengo nada más que hablar!

—Quiero que me digas qué pasó con la discusión con Junior.

—No hay nada que decir, Julieta.

—Estás portándote como un imbécil, un cretino y un machista. —La miro dolido, pero no se achanta—. Te quiero, eres el hombre de mi vida y te lo digo porque sé de sobra que no lo eres, pero te comportas como tal y ya es hora de que alguien te lo diga.

—No puedes acusarme de algo tan grave solo porque…

—¡Lo estoy haciendo! No me digas que no puedo, porque lo estoy haciendo.

La miro atentamente, estoy a una sola palabra de desatar una tormenta de las gordas; de esas que nos sumen en un bucle de días, y como soy consciente de que no puedo abrirme más frentes, salgo de la habitación, dejándola con la boca abierta. Estoy comportándome de una forma un tanto irracional, lo sé, pero eso no significa que esté dispuesto a dejar de hacerlo. Voy a la cocina a por un vaso de agua y me encuentro con Oliver sirviéndose café. Frunzo el ceño, extrañado.

—¿Café a estas horas?

—Estoy componiendo —me dice sonriendo, como si eso lo explicara todo.

Lo miro, sin camiseta y con un vaquero gastado y lleno de rotos, sus Dr Martens negras y desatadas y sus cientos de tatuajes llenando prácticamente cada parte libre de sus brazos, torso y espalda. Se podrá decir de Oliver Lendbeck que cumple años, pero no que pierde su estilo. Eso nunca.

—¿Algo que merezca la pena? —pregunto sirviéndome un vaso de agua y apoyándome en la encimera.

—¿Por qué no bajas al sótano? Te enseño lo que llevo y me das tu opinión.

Lo sigo, porque la otra opción es volver al dormitorio con Julieta y, sinceramente, no necesito que siga poniéndome contra las cuerdas. Bajamos al sótano, donde está el refugio de Oliver. En Ibiza tiene otro y me consta que tanto Daniela como él han hecho buen uso de estas instalaciones cuando el día a día los sobrepasaba, juntos o por separado. Nos acercamos al piano y me siento en la banqueta, a su lado. Veo a Oliver poner su café sobre él y tentar las teclas, al principio con suavidad, pero subiendo en intensidad conforme se mete de lleno en su creación. Me maravillo, como siempre, con su capacidad para crear arte. Ya sea tatuando o componiendo, es increíble. Cuando acaba estoy tan acoplado a la melodía que abro los ojos, dándome cuenta de que los he cerrado en algún momento. Él me espera paciente, con una sonrisa, como ha hecho siempre.

—¿Qué tal? —pregunta.

—Es brutal —le digo sin dudar.

Su risa sincera y satisfecha se expande por el sótano. Me levanto y camino hacia el tablero que tiene al lado de la camilla de tatuajes. Hay fotos de la familia al completo, pero las que más llaman mi atención son esas en las que aparece Oliver tatuando a sus hijos. A los cuatro. A Ethan en el brazo, a Daniela en la pelvis, a Adam en el pecho, el nombre de mi hija, y a Oliver en el costado.

—Nunca he entendido qué son esos pájaros que lleva por todo el costado —susurro sin darme cuenta.

—Uno por cada hermano y los dos grandes por Daniela y por mí.

Asiento, pero recuerdo ese tatuaje en concreto porque me he fijado varias veces en él y algo no me cuadra.

—Hay siete pájaros. Aun suponiendo que se ha incluido, me sobra uno.

—Valery —dice con una sonrisa.

Frunzo los labios de inmediato, arrepentido por mi metedura de pata. Valery fue hija de Oliver, de un matrimonio anterior. Murió atropellada cuando solo tenía ocho años.

—Lo siento.

—Tranquilo. —Suspira y se frota el mentón, distraído—. Junior mostró desde pequeño una sensibilidad especial. Siempre tuvimos presente a Valery en casa, porque Kellie sigue en nuestra vida, con su familia, pero trabajando en el estudio conmigo, pero no fue hasta que nuestros hijos fueron capaces de razonar que le explicamos lo ocurrido con ella. Desde ese día, cada vez que contaba a sus hermanos, la incluía, aunque ya no estuviera. La ha tenido presente toda su vida, aún sin haberla conocido.

Guardo silencio unos instantes, pensando en Oliver y su historia. Puede que ahora resulte sencillo verlo aquí, en su enorme casa de Los Ángeles, gozando de dinero, amor y salud, pero la vida no siempre fue tan amable con él.

—No sé cómo lo superaste —admito en un susurro. Él me mira con calma, y me explico—. Lo de Valery. No sé cómo pudiste superarlo. Si yo perdiera a alguno de mis hijos… no podría seguir.

—No lo he superado, Diego. —Lo miro, sorprendido, y sonríe tristemente—. Todavía la lloro. Era mi hija. Que la vida me haya regalado una mujer maravillosa y cuatro hijos más que me colman de felicidad no significa que no recuerde a la que perdí cada día. Sobre todo cuando llegan fechas o momentos importantes. La recordaré constantemente cuando tu hija y mi hijo se casen, por ejemplo, porque me encantaría que estuviera aquí para verlo y estoy segura de que habría sido una hermana mayor maravillosa.

Suspira con cierto pesar y me hace una señal para que me siente con él en el sofá que tiene al fondo. Coge su taza de café y me da mi vaso de agua. Nos sentamos y guardo silencio, porque es evidente que Oli no ha acabado de hablar y, en un tema tan delicado, quiero darle su espacio y tiempo. Llevamos años conociéndonos y nunca hemos hablado tan claramente de Valery.

—No tenemos que hablar de ella —susurro después de un minuto entero en silencio.

—No, tranquilo. No es eso. Es que… Estoy buscando la manera de hacerte ver las cosas.

—¿A mí?

Oli guarda silencio, da un sorbo de café y, al final, asiente.

—Yo sí perdí una hija, Diego. La enterré, la lloré y me aferré a su partida como un náufrago a un trozo de madera. Me negué a aceptar que no volvería y, a causa de eso, casi perdí a la que es la mujer de mi vida y la oportunidad de volver a ser feliz. Durante mucho tiempo pensé que sonreír era traicionarla. Disfrutar, saltar, bailar, componer… vivir era traicionarla, porque estaba muerta y no era justo. —Hace una pausa y estoy tentado de decirle que no hace falta que siga, porque es evidente lo que le duele—. ¿Cómo llamas a una persona que pierde a sus padres? —pregunta de pronto—. ¿Cómo los llamas?

—Huérfanos.

—Eso es. Y a una persona que pierde a su pareja la llamas viudo, o viuda. Durante años pensé que la gente no usa ninguna palabra para nombrar a quien pierde a un hijo. Es demasiado duro. Demasiado difícil de definir. Ningún padre debería sobrevivir a sus hijos. No es justo. No debería ser una opción, pero lo es, y pasa. Un día tu hija salta, canta y ríe por tu casa; te abraza y te dice que te quiere hasta la luna, y al siguiente entierras su cuerpo y la pierdes para siempre. No más besos. Ni abrazos. No más “Te quiero hasta la luna”. —El dolor me atropella por dentro, sobre todo cuando la voz de Oliver se torna ronca por los recuerdos—. Yo sí perdí a una hija, Diego. A mí sí me robaron a una hija. Cada vez que te oigo decir que Adam te ha robado a Victoria… —Me sorprende ver cómo sus ojos se emocionan, pero mira de inmediato a otro lado—. Cada vez que afirmas que mis hijos pretenden quitarte a tus hijas me obligo a recordar que tú no sabes lo que se siente y no puedo enfadarme contigo, pero me enfado.

—Oli, yo no…

—No te lo digo, porque sé que no es totalmente tu culpa que yo me sienta así, pero una parte de mí quiere gritarte que no tienes ni puta idea de lo que es perder un hijo de verdad. Y siento mucho decírtelo así, porque a estas alturas de la vida, más que amigo eres mi familia, pero es que no soporto ver el modo en que malgastas el tiempo lamentando perder a tus hijas, en vez de celebrar que ganas dos hijos. Así es como me tomo yo la relación de Vic con Adam y Junior con Emily. Ahora tengo tres hijos y cuatro hijas. La que se fue, la que nació de mi sangre y las dos que llegaron ya mayores, de la mano de mis hijos. —Lo miro completamente estupefacto y con el remordimiento mordiéndome la yugular—. No te pido que te pongas en mi piel, porque no puedes. Es absurdo. Nadie puede ponerse en la piel de un padre que ha perdido un hijo, por mucho que lo intenten. Lo que sí te pido es que des a mis hijos el respeto que yo siempre he dado a tus hijas.

—Oli, joder, yo quiero a tus hijos.

—¿Sí? —Su voz falla y carraspea—. No se nota mucho últimamente. Es como si ver a tus hijas con ellos fuera un suplicio, en vez de algo que celebrar. Son buenos chicos, Diego. Trabajan, se ganan la vida con algo que les apasiona, son honrados, educados y las quieren de verdad. ¿Por qué no son dignos de ellas, según tú?

—Yo no digo que no sean dignos de ellas.

—Lo dices cada vez que acusas a Adam de robarte a una hija, aunque mi hijo se lo tome a broma. Javier jamás te trató a ti de ese modo. Y con respecto a Junior… Ni siquiera sé qué ha ocurrido ahí, porque mi hijo se niega a hablar, lo que solo demuestra el respeto y cariño que te tiene. Prefiere guardar silencio antes que decir una mala palabra de ti. En cambio, tú no pareces tener problemas para…

—No era lo que pretendía, joder —murmuro, incapaz de aguantarme—. No es que considere a tus hijos inferiores, pero, Oliver, entiende que es difícil para mí aceptar que Vic vivirá aquí. Que estará a miles de kilómetros de mí. Tendrá hijos a los que veré en vacaciones, un puñado de días al año. Y ahora, se suma Emily.

—No te lo niego, de verdad, pero sigue sin parecerme un motivo factible para adoptar una postura de odio hacia…

—Yo no odio a tus hijos, joder. Los adoro. Son de mi familia. —Guarda silencio, y el dolor que siento me sorprende—. ¿Crees que los odio?

Oliver suspira, da un sorbo a su taza de café y encoge los hombros.

—Al principio no quería pensarlo, pero conforme pasa el tiempo… y ahora todo esto de Junior me hace pensar que pasa algo. Es cirujano, por el amor de Dios, y no dejas que se quede con Emily por las noches porque… ¿qué? ¿No va a saber cuidarla?

—Esta noche está con ella.

Me avergüenzo de mis palabras, porque sé la respuesta que va a darme antes de que lo diga. Lo hace y, en efecto, sus palabras me caen encima como un jarro de agua fría.

—Está con ella por Julieta, no por ti. No me lo ha dicho, pero estoy completamente seguro. ¿O me equivoco? —Guardo silencio y él sonríe, pese a todo—. Es capaz de cuidar de tu hija, y no solo una noche en el hospital. Es capaz de hacerlo.

Trago saliva, pienso en sus palabras y hago recuento de todas las veces que he puesto difíciles las cosas a Adam y Junior. Recuerdo, sobre todo, las palabras que le dije a este último y el modo en que me miró: como si acabara de cerrarle las puertas del cielo en las narices. Y, aunque no quiera admitirlo en voz alta, valoro que se enfrentara a mí y no se achantara, porque doy por hecho que, si ha sido capaz de enfrentarse a mí por ella, lo hará con cualquiera.

Me retrepo en el sofá, cansado de todo esto, y miro a Oliver de soslayo.

—He sido un capullo…

Él sonríe y palmea mi hombro con la intención de animarme, lo que solo me hace sentir más miserable, porque creo que tiene razón en cada palabra que ha dicho. En cada jodida palabra.

—Todos lo somos en algún momento de nuestras vidas.

—Oliver, yo… siento mucho que pienses que odio a tus hijos. Son mi familia. Tú eres mi familia.

Lo miro, serio, pero con la mirada amable, como siempre.

—No me lo digas a mí —susurra—. Si de verdad quieres a mis hijos, por favor, Diego, demuéstralo. Déjales ver que los consideras válidos y queridos. Y, sobre todo, deja que entiendan a través de tus acciones que los respetas, porque creo que necesitan sentirlo para creerlo.

Asiento, asimilando esta conversación, y suspiro.

—Supongo que siempre puedo prejubilarme y empezar a pasar temporadas en Los Ángeles…

Su risa me alegra, porque es la demostración de que Oliver Lendbeck es tan jodidamente especial que, aun habiéndome portado como un capullo con sus hijos, sigue considerándome parte de su familia.

—Aquí tienes tu casa. Siempre. —Suspira y se levanta, dirigiéndose al piano—. Y ahora, voy a componer, y tú vas a dormir, porque necesitas descansar para empezar a arreglar cagadas.

Lo miro unos instantes más, pero Oliver apoya los dedos en las teclas, comienza a tocar y se olvida de mí. Su capacidad para entrar en la música es tal que, cuando me marcho del sótano, sé que ni siquiera se habrá dado cuenta.

Entro en mi habitación, observo a Julieta dormir y me meto en la cama, abrazándola por detrás. Cuando la siento sobresaltarse y acoplarse más a mi cuerpo por instinto, beso su hombro y cierro los ojos.

—Arreglaré todo esto, pequeña. Te lo prometo.

Sus palabras, adormiladas y roncas, me sorprenden.

—No tenía dudas, pero déjame decirte que ya era hora, poli.

Me río entre dientes. Joder, qué bien lo hice enamorándome de esta mujer.

Por la mañana me levanto temprano, me doy una ducha y salgo a la cocina, donde desayuna toda la familia. Álex se pelea con Eli porque quiere tostadas con cacao y ella se lo niega, Esme y Nate hablan de la posibilidad de pasear por Venice Beach y Amelia y Einar discuten con Erin y Marco si es mejor comer pasta o barbacoa. Mi mujer bebe café a sorbos pequeños mientras sostiene en brazos a un Diego adormilado que no deja de abrazarse a ella. Daniela y Oliver se ríen de algo que dice Ethan mientras Vic y Adam se abrazan en un rincón de la cocina y yo… yo me quedo aquí clavado un instante, disfrutando de esto. Los gritos. La risa. El caos. La familia. El modo en que estas personas han llenado mis días desde que esta locura comenzó. Si me hubiesen pedido que imaginara esto el día que multé a Julieta vestida de zombi… No, joder, esto no lo hubiera imaginado ni en un millón de años, y por eso es tan genial.

Cojo una taza de café de la mesa, la alzo solo para mí y la llevo a mis labios con una sonrisa.

—Por la familia… —susurro.

Luego beso a mi mujer y me marcho solo al hospital.

Tengo que hablar con mi hija.

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